Miguel Zamora Sánchez

Este texto es un extracto de la novela “La orquídea que nació de una grieta en la pared,” la primera novela de Miguel Zamora Sánchez que se halla en proceso de publicación y llegará a las librerías en Diciembre de 2021.

La novela ilustra la vida de un grupo de jóvenes a finales de la década de los noventa, cuando comienzan a dar sus primeros pasos en el mundo de la música. Narra una búsqueda en la que, a través de la música, sus protagonistas van descubriendo la naturaleza del éxito, del amor y del alma humana. Para contribuir a su publicación podéis dirigiros al Verkami del escritor.

 

Ilustración de BËSAKO (IG: soybesako)

 

Antes de girar con los raperos, yo siempre había tocado en un par de grupos de otras músicas, sobre todo de afro, con los que actuaba por temporadas. Eran grupos que habían visto épocas mejores y, generalmente, mantenían el mismo setlist de siempre, incluso con el orden de los temas a veces intacto. Podías ensayar con ellos y anotar en      un papel los cuatro acordes y cambios de estructura que hubiera en el repertorio, y mantener ese mismo papel durante años.

A los pocos meses de verme fuera de la banda de Ana, había recibido una llamada de Alex Umoh, un bajista de origen nigeriano criado en Guinea Ecuatorial. Él no sabía ni quién era Ana ni que había estado de gira con ella. Sí conocía, en cambio, a DJ INRI, pues había tocado con él años atrás, en una producción que trajo a Rita Marley a Madrid.

Una tarde sonó el teléfono y reconocí enseguida su voz. Con gran socarronería, me dijo:

—Hey, chavalote, ¿cómo andas? El otro día me encontré con tu padre, le mandé recuerdos para ti —dijo con su peculiar soniquete, entre amable y burlón.

—Vaya, Alex, pues no me ha dicho nada. ¿Qué tal estás tú?

—Bien, bien. Ya me dijo tu padre que llevas tiempo sin tocar. Supongo que no tienes donde caerte muerto, así que he pensado que podías venir a tocar conmigo en cinco bolitos que nos han salido. Podría llamar a veinte teclistas mejores que tú, pero tú ya sabes      los temas y además me caes bien.

—Cuenta conmigo, Alex. ¿Sabes qué? No voy a consultar la agenda porque me acabo de acordar de que no tengo agenda.

Yo le contestaba a su peculiar humor con más bromas, aunque era verdad que me hacía muchísima falta el trabajo. Había seguido componiendo mis cosas, como siempre, aunque hacía siglos que no hacía nada con nadie. Aún sentía que trabajar fuera de la música era traicionar mi sueño, y dentro de la música nadie me llamaba. No tenía un pavo. Me había administrado de manera escrupulosa, pero los ingresos habían bajado de una forma implacable.

Alex era unos diez años más joven que mi padre y pertenecía a las primeras generaciones de africanos que aterrizaron en Europa. Al drama de las pateras aún le faltaban décadas para aflorar. Unos aterrizaban aquí teniendo ya un título universitario o para estudiar y, por supuesto, los había que pese a ser ese el plan inicial, se diluían por el camino. Alex vino becado para estudiar Bellas Artes, pero a los dos años se desilusionó. Mantuvo el cobro de su beca hasta que pudo y para cuando se la denegaron, ya había empezado a tocar en barras americanas y salas de baile de la ciudad.

No habría sido correcto llamarlo un superviviente; era un supervividor. De risa fácil, en el trato directo era muy cercano y afable. Se contaban numerosas leyendas sobre él, pero algunas me resultaban demasiado inverosímiles como para ser ciertas. Una de las más recurrentes era que tenía esposas por todo el continente africano, a las que había conocido en sus múltiples viajes durante varias décadas, entre el 75 y el 90 más o menos. Él y los de su quinta habían pateado España de cabo a rabo y también muchas partes de Europa en los 80; en la época de la movida madrileña eran los putos reyes. Aparte de sus correrías y de la música, lo que más me interesaba de Alex era lo de los viajes por África. Habría sido sencillo preguntar sin más por aquello, pero, conociéndolo, yo temía que la carcajada la iban a escuchar hasta en Soweto. Me llevó un tiempo hasta que pude encontrar la grieta por la que entrar.

Un día estábamos hablando de los temas tras un ensayo y, no sé cómo, salió el tema de nuevo.

—Bueno, entonces tienes ya claros todos los temas, ¿no? —me preguntó.

—Sí, Alex, me mola la onda.Y los dos nuevos que no están en el CD ya casi los tengo. Me había hecho unos papeles con la estructura, pero no los tengo. Me los debo haber dejado en…

—¿Sin papeles andas? Ay,hermano… Si te ve la policía… —bromeó.

—Oye, Alex, oncúl, por cierto, a ver cuándo me cuentas eso de tus viajes por África.

—¿Qué se os ha perdido a vosotros ahí ahora? Qué pasa, ¿es que ya te has cansado de las blancas? —preguntó con su clásico recochineo. —Bueno, no te creas, Alex. Aquí hay más negras ahora que en vuestra época… —respondí, mirándole con cierta sorna.

—¡Eh, ya os lo he dicho! ¡A mis hijas no las vais a tocar! Mis hijas no van a conocer a ningún músico.

—Ja, ja, ¡y dale! Tú siempre igual. Yo ni siquiera las he visto nunca. Y, además, ya te he dicho que son muy jóvenes para mí.

—¡Pues eso mismo es lo que tienes que pensar! —Su falso enfado era de lo más cómico.

—Me lo estás diciendo a mí, que soy justo el que nunca te insiste en que no vienen nunca a verte tocar. Yo te respeto, hombre.

—¡Ni vendrán! No las vais a conocer, ni tú ni ese cabrón del nigeriano. —Se refería a Akin, el baterista; para él, yo no contaba como nigeriano.

—Bueno, bueno, centrémonos… —reí—. A ver, ya sabes que no es por eso, yo me refiero a lo de viajar con esa alegría por toda África.

—¡Ay! La alegría, hermano, la alegría un día se acaba y…

—Pues por ti no lo dirás, oncúl.

—Joder, no me digas que ahora hablas pichi también. ¿Ya te lo ha enseñado tu padre?

—¡Pero mi padre qué me va a enseñar, hombre! ¿No lo conoces tú ya? —Parecía cambiar de tema, igual se me estaba escapando la oportunidad—. Pero bueno, el que no me quiere contar nada eres tú. Vale, entendido, te dejo en paz.

—Hombre, no. Espera, hermano. —Que nos tratara de «hermano» a su edad era gracioso cada vez.

—¿En serio? Ok, ok te escucho.

—Pues que ganábamos mucha pasta. Muchísima. —Hizo una pausa, parecía coger carrerilla.

—A ver…, sí, pasta sí, pero lo de «muchísima»… No veo que hayáis ahorrado ninguno, no sería tanta… Claro que en esa época ganábais bien, pero lo que se dice de ti no es eso.

—Y a ver, ¿qué es lo que se dice, hermano? Cuéntame tú. —Lo decía para oírlo otra vez y para que le ayudara a adornarse aún más. Como si no supiese ya de su reputación…

—Tú ya lo sabes. Se dice que hiciste todos esos viajes sin pagar un duro. Eso es lo que me interesa saber, cómo narices se hace eso. Una amante rica puedo entender que cayera en tus argucias un par de veces, pero años…

—Vale, vale. Déjame que te lo explique, si no, parece que no me vais a dejar nunca en paz. —Me encantaba eso tan molesto, que mi padre hacía también, de decir vosotros cuando estaba uno solo. Sacó sus cosas y empezó a liarse un porro—. El truco, hermano, siempre empieza por el mismo sitio. Lo primero que tienes que hacer es no ir tú mismo al aeropuerto; tienes que conseguir que te lleven. Necesitas alguien importante, alguien con la pasta y los contactos. Llegar a una persona así es difícil, por eso necesitas a alguien mucho más pequeño que te lleve primero hasta esa persona.

—¿Y quién es «mucho más pequeño»? ¿A esos «pequeños» sí les tienes que pagar —Yo no estaba entendiendo nada.

—No, hermano, oferta y demanda. Los pequeños, como tú dices, son tantos que no les tienes que dar nada. Se pelean entre ellos por llevarte hasta su jefe, se les hace el culo Pepsi-Cola porque les tires un hueso. Solo tienes que ir a donde están y contarles tu historia.

—Vale, ahora sí que estoy perdido del todo. —Alex hizo una pausa para lamer la pega del papel de fumar y continuó: —La primera vez empezó como una broma, casi por casualidad lo aprendí a hacer. Estaba de cañas con dos paisanos de Nigeria que acababan de llegar a Madrid y me hablaban de un concierto que vieron anunciado antes de venirse. Media ciudad de Lagos estaba empapelada con el anuncio. Era un show de seis horas de duración que iba a dar Fela en su club, el Shrine, con todo: la formación completa con las bailarinas y con Tony Allen en la batería.

Tocarían las de siempre: Shakara, Expensive Shit…, y temas que no tocaba en las giras fuera de Nigeria. Iba a ser la hostia y quedaban solo dos días. Me entró una especie de nostalgia repentina y se me antojó. Yo tenía pasta, pero no como para pillar los pasajes al triple de su precio por no haberlos comprado con antelación. Prefería gastarme eso en cinco o seis noches de hotel a todo trapo una vez estuviera allí. Me aposté con los dos paisanos que iba a ir y, una vez acordamos los términos de la apuesta, me acompañaron a la comisaría de Policía de la calle Leganitos. Les dije a dónde iba y que se quedaran a dos calles, en una paralela, porque los dos tenían sus papeles en regla, pero tampoco éramos gilipollas. Si no volvía en media hora, significaría que había ganado la apuesta y no me verían al menos en unos meses.

—¿Los pequeños eran policías? —No cabía en mi asombro.

—Hermano, un león nunca espera que vaya un grupo de gacelas a su lado. Las gacelas no tienen lo necesario para matarlo, pero si se presentan sin avisar, pasará un buen rato hasta que el león entienda qué narices está pasando. Y si hay que correr, el truco es no ir nunca en línea recta.

No era una metáfora vacía. Esa comisaría en concreto sería muchos años más tarde la que ostentaría el récord de denuncias por brutalidad de toda Europa. En una época anterior, en la que era más fácil silenciar las voces en contra de lo que fuera, cualquier cosa podía haber ocurrido en un sitio como ese y nunca habría trascendido sus muros. Lo que no acababa de pillar era esa última frase, aunque no iba a interrumpir bajo ningún concepto su relato.

—Entré en la comisaría, en el primer asiento libre me senté y me encendí un cigarrillo —prosiguió—. Enseguida se me acercó un madero, que me dijo:

—Buenas tardes, caballero. ¿En qué le podemos ayudar? —Había retintín ya en cómo dijo «caballero».

—Mmm —contesté, sin usar palabras; sabía que hablándole menos se calentaría antes.

—Perdona, ¿estás sordo? —Iba bien, se veía que tenía la mecha corta el chaval.

—Buenas tardes —repetí, con toda naturalidad.

—Sí, buenas tardes. —Se frotó un poco la frente con los dedos—. Ay, Dios mío… ¿Qué desea?

—Nada, gracias. Estamos bien. —El tío empezaba ya a calentarse. El efecto sorpresa unido a mis pausas le encendían desde dentro.

—¡Fantástico! Y dígame, ¿a qué se debe la visita? —Ya estaba en el bote.

—Pues… —Hice una pausa y, simulando mi mejor acento de recién llegado, le solté—: No chengo papele.

—¿Qué? —Le hizo el mismo efecto que si le hubiera dado una torta con la mano abierta.

—Sí, yo ha hablado con Omar y Omar dicho que yo viene aquí y tú me renueva vi-sa-do.

—¿…? ¿Omar? ¿Que yo qué? Por favor, muéstrame tu documentación.

—¡Yo no chiene! Yo ha dicho, ¡tú me das! —Aquí ya me estaba cebando en él.

—Que yo te… ¿qué? ¡Chavales, por favor, mirad esto! No os lo vais a creer, aquí el Watusi dice que… Madre mía, esto me lo dicen y no me lo… —Sus pensamientos se apelotonaban en la salida como pasajeros del metro de Pekín—. ¿Pero tú a mí me estás vacilando, chaval?

De pronto hablaban todos a la vez, riendo, rezongando y dando palmadas. Parecía que hubiera entrado en la jaula de los monos a la hora del recreo. El que estaba conmigo, ya fuera de sí por completo, empezó a tirarme de la pechera hasta que, de pronto, todos se callaron. El comisario había salido de su despacho al oír el revuelo. Hizo una seña para que el que me tenía sujeto me llevase hasta su oficina. Una vez dentro, me hicieron todo tipo de preguntas que no respondía con otra cosa que no fueran variaciones sobre «soy Abdul, soy de Nigeria» y «no chengo papeles». Al día siguiente estaba subido en un avión de Iberia rumbo a Lagos. No había más asientos libres, así que me pusieron en primera clase. No tuve ni que facturar, me lo hicieron todo ellos.

—Alucino —dije, sin dejar en ningún momento de mirar a Alex. Él siguió hablando. —Hay que pensar que la gente como esa no sabía diferenciar a un negro de otro. Claro que veían muchos, en redadas, detenciones, juicios…, pero si habías acabado en un trabajo así, casi seguro que no eras alguien muy sensible. Trataban con nosotros, pero no podían distinguirnos porque no nos miraban a los ojos. Lleva tres segundos ver eso único que hay en el alma de una persona. Está todo ahí, en los ojos escrito.

—¡Jo-der! —Yo seguía con la boca abierta.

—Bueno, total, que llegué a tiempo y me pegué la gran fiesta. Pude ver a Fela en su salsa, visité a familiares y amigos de la infancia y a las tres semanas volví a Madrid. Para cerrar la operación, mis colegas, todavía flipando, pagaron la apuesta al toque y nos fuimos a celebrarlo. Pero lo más importante era que había aprendido algo, una especie de sistema que podía repetir una y otra vez. Y así lo hice. ¡Vaya que si lo hice! Tenía un mapa de Madrid con chinchetas de colores en cada «agencia de viajes»; las iba rotando por si acaso alguno se acordaba de mí. Llegaba y les soltaba el rollo hasta que me decían: «¿Pero tú de dónde eres?». Y les decía: «¿Yo? ¡Del Congo!». A los meses iba a otra a montar el numerito y decía: «¿Yo? ¡De Burkina Faso!», «¡de Zimbabue!»… ¿Ellos qué iban a saber? ¡No sabían ni que en esos sitios se hablaba francés, inglés o castellano! Total, que viajaba a donde quería y solo tenía que arreglármelas para pagarme la vuelta. Si me quedaba corto de pasta, podía hasta ir a la embajada española, si había en el país, y pedía, ahí sí, pasaporte en mano que me ayudaran a volver a España. Tenía mi pasaporte español sellado con todas las vueltas y ninguna ida, pero en comisaría lo mantenía bien guardado y esos capullos ni lo olían.

—Es espectacular lo que acabo de oír —dije, mirando al infinito con las dos manos detrás de la cabeza.

—Pues así es como lo hice, chaval. Mira, tu padre es un tío legal y estas cosas así no le van. Me acuerdo que de joven nos decía siempre: «Si te llaman perro, ¿tú ladras?». Yo estoy de acuerdo con él en parte, pero también aprendí que algunas veces, aunque no seas un perro, puedes ladrarle a una rata y conseguir que te traiga las zapatillas.

 

***

Miguel Zamora Sánchez (IG: @lexnevl) es un músico afrodescendiente nacido en España. En sus más de 20 años de carrera, ha compartido viajes, grabaciones o escenarios con grupos y artistas icónicos como Jota Mayúscula, Gecko Turner, Violadores del Verso, Kultama, Mala Rodríguez, o 7 Notas 7 Colores.

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