El mundo se ha estropeado. Esta es una verdad que nadie quiere pronunciar ni admitir. Se han cumplido los peores presagios para un mundo individualista y competitivo, donde los cuerpos, cada vez más indiferenciados por los estándares del consumismo, se amontonaban en los vuelos “low cost” trasladándose en masa a cualquier parte del mundo, se abarrotaban en los transportes públicos, en las discotecas, en los restaurantes, en los grandes almacenes y en las calles. Esos cuerpos otrora libres, han recibido la orden inminente de reclusión, una reclusión comunicada a plazos, como las compras a crédito, encierro temporal que debería servir como transición al mundo que vendrá, como una especie de entrenamiento para lo indeseable que se antoja inevitable. Recluidos, vigilados y obligados a taparse una parte del rostro la vida se va desarrollando con la promesa de que es un fallo en el sistema y que todo volverá la normalidad. A golpe de ruedas de prensa sucesivas la realidad acecha como un ataque extraterrestre que nadie quiere admitir ni procesar. Ante esto sólo queda promover una fe civil en que todo volverá a ser como antes.
Los políticos, desbordados por lo que ha sobrevenido se han dado a la tarea de intentar explicarnos con detalle cómo debemos proceder a partir de este momento y nos explican e instruyen -como cuando nos enseñaba nuestra madre a ponernos la ropa-, cómo debemos lavarnos las manos, en qué franja horaria podemos salir y cómo debemos comportarnos. Se elaboran calendarios para que poco a poco vayamos cumpliendo etapas que nos permitan salir en libertad provisional -y no sin vigilancia- a pisar las calles, que ya no son aquellas calles por las que nos movíamos con pretendida libertad en aquel tiempo lejano cuando no éramos bombas bacteriológicas en movimiento y cuando respirar y hablar mostrando la boca era normal. Esas microgotas que antes nos mataban de asco en aquellas personas que al hablar nos salpicaban, ahora representan un atentado que puede ser letal. Ante tal contingencia la sensualidad de los labios, el erotismo de las dentaduras imperfectas o retocadas, las bocas todas, han de recluirse bajo un artefacto que ha venido para instalarse en nuestras vidas.
Mientras todo esto acontece los políticos se esmeran en presentar cómo provisional lo que es en verdad una mala noticia bastante definitiva. Los científicos son más cautos: dicen que no saben, que siguen estudiando y experimentando. La sociedad no puede acompañar el tempo de la ciencia: necesita respuestas inmediatas y para eso está la política, para mentir y ganar tiempo. Todo se ejecuta siguiendo escrupulosamente una performance donde la legalidad que no es más que otro movimiento estratégico para neutralizar el desasosiego, sin que nos demos cuenta de que acaso nunca fuimos tan libres como nos creíamos y que toda libertad puede ser interrumpida, legal y dramáticamente. Los períodos de reclusión se renuevan ante el espanto, resignación o indignación de sectores de la población que procesan de manera diferente el mismo mandato: quédate en casa y vivirás.
Esta vez -a diferencia de episodios traumáticos colectivos anteriores-, no se ha encontrado ningún culpable, no hay autor a quien condenar, ningún país contra el que descargar la munición acumulada por la industria de la muerte.
Los medios de comunicación se han entregado a la tarea de des-in-formarnos y entretenernos con programas que con eslóganes absurdos del tipo “ahora todos somos iguales” que intentan recuperar una conciencia de grupo abandonada, denostada, considerada letal para el individualismo y el consumismo en el que habíamos militado como hijos legítimos del capitalismo. El espíritu comunitario, marginalizado y vilipendiado, que convivía a duras penas con el individualismo triunfante era una especie de enfermedad de los perdedores, algo que en las sociedades “avanzadas” se observaba con cierta condescendencia, como algo exótico, asumido como una especie de primitivismo recalcitrante que se extinguiría por la fuerza de la gravedad o con el tiempo. Pero ahora se entonan canciones que promueven el sentido de lo común, que intentan religarnos, pero es todo tan artificial y repentino que, aunque al principio pretendían infundirnos ánimo según ha ido pasando el tiempo producen cada vez más irritabilidad, como aquellos aplausos colectivos que se desvanecieron o incluso mutaron en caceroladas estrafalarias y manifestaciones aquellas y aquellos héroes, hoy manifestantes con batas blancas delante de los hospitales. Ojalá que fuéramos una sociedad líquida como pensó Bauman; más bien somos una sociedad “seca”, sin engrase alguno para interactuar sin fricciones. No sabemos hacer nada en común ni por los demás; esa es la verdad.
El deterioro económico y moral de la sociedad ahora se hace visible, es evidente como el deterioro de los músculos del joven que salió a pasear en moto y que yace ahora con tetraplejia preguntando qué ha pasado, mientas todos le dicen que está en tratamiento y que todo va a estar bien… No son mentiras, pero tampoco es una verdad. Lo peor está por llegar; para una sociedad prepotente, desintegrada, individualista y sin fe, ni mayores expectativas que trabajar para consumir(se), asumir la realidad que impone esta pandemia es inviable. Un recorte tan grande de expectativas no se puede comunicar sin ganar tiempo para que la sociedad, tetrapléjica, vaya dándose cuenta de que ya no podrá volver a cambiar las marchas de la moto ni se lanzará a toda velocidad a la carretera…
¡Por supuesto que tampoco es el fin!… Por supuesto que habrá vida después de esta pesadilla, pero una vida “otra”, menoscabada, tan otra que tendrá que ser resignificada, una vida disciplinada, enmamparada, con miedos que iremos superando cuanto más rápido admitamos que el mundo se malogró en cierto modo, que tendremos una vida menos táctil y más virtual, y menos fastuosa para los dueños de todo, que ahora no pueden dejar de compartir la misma suerte, el mismo infortunio y los mismos miedos.
Los más pobres, experimentados en quebrantos, forzados a entrenar la humildad desde que vinieron al mundo, han ingresado sin ruido en la fila de los comedores públicos o los bancos de alimentos, parapetados detrás de las mascarillas que ahora les preservarán del reconocimiento público como “pobres”. La llamada “clase media” luchará por mantenerse a flote mientras obtenga créditos o empleo remunerado lo suficientemente como para no ingresar en la fila de los que no pueden permitirse entrar en los supermercados. Los más ricos, -sin poder exhibir sus lujos- se revuelven humillados por las circunstancias, ya que no diferenciarse de los demás es algo inasumible para el elitismo pijo; hasta que las grandes marcas fabriquen mascarillas y guantes exclusivos no obtendrán cierto alivio y tampoco pueden alojarse en hoteles exclusivos ni volar a paraísos privados y lejanos. Los neumáticos de los coches de lujo se agrietan en el garaje como los de los coches comunes que quedaron aparcados en las calles.
La industria tecnológica es la gran beneficiada: ahora que todo será virtual o no será, se disparan las acciones de las empresas y aplicaciones que nos permiten comunicarnos a través de las pantallas, continuar con la educación, experimentar – ahora por obligación- con expresiones de sexualidad profilácticamente impecables: besos en línea, saliva virtual y gritos orgásmicos sin testigos.
Nadie se atreve a comunicar la mala noticia. Quienes nos gobiernan siguen ganando tiempo prometiendo que todo irá bien, asegurando que habrá una nueva normalidad desconocida, los laboratorios ya están enfrascando las vacunas, pero cada vez es más evidente que hemos perdido la sensibilidad en las piernas, en los brazos, a pesar de que se repite el mantra “todo irá bien”. Es incuestionable que no volveremos a andar, ni volveremos a subirnos a la moto como antes. Los dirigentes políticos nos anuncian que lloverán miles de millones “para que nadie se quede atrás”, pero nos preguntamos dónde estaban esos miles de millones mientras dejábamos atrás a millones personas, y de familias se quedaron atrás hace tanto tiempo… ¿Por qué creer que antes no y ahora sí? Llega a ser irritante la promesa de que todo irá bien porque, a fin de cuentas, tampoco antes íbamos tan bien, aunque teníamos la posibilidad de olvidarlo cuando íbamos a toda velocidad por la carretera del consumismo. ¿Acaso recordamos cómo eran las cosas cuándo todo iba bien? ¿Exactamente qué iba bien?
Si no podemos confiar en lo que nos dicen los políticos porque dilapidaron nuestra confianza dado el historial de corrupción y desfalco que deshonra a muchos y muchas y tampoco podemos confiar en la ciencia, por las iniquidades de la industria farmacéutica devenida “industria de la enfermedad”, cuyas acciones en la bolsa se disparan a causa del sufrimiento de millones de seres humanos y animales, ¿Qué nos queda? Obedecer bajo imperativo legal. Cumplir con las normas a las que se nos conmina “por nuestro bien y el de todos” bajo ultimátum de ser multados, apaleados o encarcelados, disciplinarnos forzosamente por el “bien común”, domesticar nuestros cuerpos y subyugar nuestros deseos para vivir en mundo que no volverá a ser el que conocimos.
Nos queda también la posibilidad reconocer que casi nada iba bien, nos queda la opción de reflexionar sobre nuestro pasado criminal e insensible ante el dolor ajeno, intentar enmendarnos todavía es posible, volver a lo que verdaderamente importaba y no veíamos. Podemos refugiarnos en todo lo que no se ha malogrado: la poesía, el afecto de nuestros seres queridos y la insistencia de la naturaleza, dañada, ultrajada y violentada por nosotros en devolvernos mal por bien. En cuanto hemos dejado a los pájaros respirar han venido a cantar a nuestras ventanas.
La primera vista de la Tierra desde la Luna
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Aída Bueno Sarduy. Antropóloga, Global Professor NYU y realizadora de cine documental. Ha centrado su investigación en los estudios postcoloniales y en la teoría y la crítica feminista. Es profesora en diferentes universidades de los EEUU, entre las que destacan la New York University, la Boston University y la Stanford University. Se especializó en la cultura de la diáspora africana en América Latina, la cultura negra y las relaciones interétnicas. También investiga los procesos de compra-venta de las mujeres esclavizadas en el Brasil de finales del siglo XIX, en el estado de Pernambuco. También es coautora del libro Cultos afroamericanos: dioses, orishas, santería y vudú (Ediciones Eunate, 2016).
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