Desde niña, viviendo rodeada de adultas, ya había presentido que todo lo que tenía exclusivamente que ver con ser mujer se consideraba como sucio o como algo que las marcaba de una u otra forma poco halagüeña.
La primera regla de una chica se celebraba después de que hubiera estado confinada durante una semana. (1)
Ahora sabemos que la «celebración» era en realidad una forma sutil de proclamar a los cuatro vientos que la chica ya estaba lista para procrear, y que las partes interesadas podían empezar a pensar en plantear una oferta si querían ser socios de tan sagrada empresa.
Y una vez que tú, el galán, habías tenido la audacia de dar un paso al frente y arrancarla de la espalda de su madre, también podías dar por hecho que habías adquirido
una sirvienta sexual;
una nodriza y un aya para tus hijos; una cocinera, un mayordomo y
una chica para todo;
un pilar de consuelo;
una consultora económica y general; mano de obra en el campo y,
si te daba por ahí,
un saco de boxeo.
No, la posición de las mujeres en África no ha sido menos ridícula que en cualquier otra parte —los detalles específicos sólo son interesantes en términos de color local o de las necesidades concretas de las familias—, a menos que hayas tenido la suerte o la desgracia de haber nacido en una de esas familias que pueden imaginarse vidas alternativas para los críos, diferentes de las que viven los adultos.
Por ejemplo, para cuando yo nací, mi padre había llegado a la conclusión de que la educación formal occidental era la respuesta a los problemas y las limitaciones de
la mente no cultivada, y para el completo erial que era la suma de nuestras vidas como mujeres (2).
Una tía mía que había aprendido a leer lo justo de nuestra lengua como para pertenecer al coro de la iglesia, y que siempre lamentaba el destino que la había privado de tener más oportunidades educativas, me dijo una vez cuando yo estaba en secundaria: «Hija mía, llega todo lo lejos que puedas con esta educación. Dale y dale y dale. Dale hasta que te aburras. Porque un marido es algo que una se encuentra por el camino».
De esto hace mucho tiempo.
Y, por tanto, ¿tiene algo de raro que no dé crédito ahora, cuando socializando con estudiantes de ambos sexos, académic@s y catedrátic@s, me entero de que piensan, creen e incluso insisten en que, básicamente, la mujer está hecha para el matrimonio? ¿Y que para una mujer la educación superior sólo es una forma desafortunada de posponer su auto-realización ¿Y que cualquier carrera profesional fuera del hogar es naturalmente cosa de hombres y de unas cuantas tías «feas»? ¿Que la única forma de que una mujer haga carrera académica es estando casada? ¿Y que, si no se casa, está poniendo de manifiesto su falta de atractivo? ¿Y que si obviamente es una persona tan poco atractiva, en otros aspectos también será una cabeza loca, que además hace sentirse incómodas al resto de las personas?
Claramente, el proponerse en esa atmósfera ser profesora universitaria y escritora tiene que ser un síntoma extremo de alguna psicosis innombrable.
Y nadie te refuerza en la opinión contraria.
De hecho, a tus colegas varones parece ofenderles que estés profesionalmente a su misma altura y castigan tu osadía con pequeñas mezquindades. Le echan la culpa a tu feminidad de lo que parecen evidencias de mera fragilidad humana y achacan a tu mala salud, a tu pereza y a otras excusas tu baja productividad.
Si acaso no te encuentran físicamente repulsiva, entienden que tu permanente soltería es una ofensa a su hombría.
Si a los treinta sigues soltera, entonces no tienes derecho a estar guapa, a vestirte bien (así estés un poco rellenita o fina como un junco), ni a tener una piel bonita y una cara sonriente, porque las académicas solteronas están amargadas y frustradas y arrugadas por la falta de semen en su organismo (3)
Además, el bienestar evidente de una mujer como dios manda hay que saber reconocerlo por lo que es: el resultado del amor de un hombre y del éxito en su carrera, la de él. Pero lo que les descoloca por completo es de dónde sacas el valor tú, una simple mujer, para atrincherarte en un territorio de hombres.
Casada o soltera, no te quieren, punto. Y si pueden permitirse el lujo, no les importará lo más mínimo insul tarte de forma pública.
Ilustración (1971)
De un profesor ayudante a una sala de reuniones llena de gente, entre otros yo misma…
«…la verdad, estas brujas de profesoras que van de independientes… No tienen capacidad para el amor ni para el afecto. Sólo se acuerdan de que necesitan a los hombres cuando quieren bebés».
De todos modos, tu persistencia en permanecer en la academia siendo mujer es una pérdida de tiempo: del tuyo y del ajeno, porque la elocuencia y otras manifestaciones de inteligencia son masculinas.
Así que, incluso aquí, en el campus universitario, con sus venerables torres cubiertas de hiedra, nadie espera que una mujer sea excelente en otras áreas que no sean la cocina, la costura y otras tareas propias de su sexo y condición.
Ilustración (mayo de 1980)
Tras una mañana dura de clases y tutorías, me dirijo a la sala del profesorado para tomarme una cerveza. Un estudiante adulto del último curso se me echa encima, con los ojos brillantes y derrochando sonrisas.
Estudiante: «Oye, tú, dame un apretón de manos».
Y yo tomo su mano extendida, preguntándome entretanto el porqué.
Estudiante: «Todo el mundo anda diciendo que diste dos clases estupendas esta mañana».
Sonrío obviamente complacida.
Estudiante: «Bueno, ya sabes que nos encantan tus clases. ¡Por descontado! Pero hoy dicen que te superaste a ti misma. Dicen que tu inglés fue perfectamente masculino…» O sea, ¿que ahora hablo inglés como un hombre? Y me lo dicen como un cumplido. Tal cual.
Siempre me habían dicho que escribía como un hombre. Léase una caligrafía firme y legible.
Siempre me habían dicho que conducía como un hombre. Léase un estilo relajado de manejar el volante, reflejos casi perfectos y una predilección por la velocidad…
¿Y ahora hablo inglés como un hombre? Léase un manejo fluido del lenguaje, probablemente.
¿Así que la lista de áreas cubiertas por la incompetencia femenina se expande para incluir las aptitudes lingüísticas?
Y ya que estamos, añadamos la conciencia política, la sensibilidad hacia los temas sociales y la vulnerabilidad al dolor físico y mental.
Ilustración (31 de mayo de 1980)
En la conclusión de un seminario organizado por la junta de estudiantes.
El panel contaba con tres ponentes y un moderador, un ex-jefe de estado.
El tema es «La violencia. Su estructura y sus usos». Cuando todo el mundo había pronunciado su conferencia, el moderador invita a una estudiante a subir al estrado. En ese preciso instante me doy cuenta de que todos los ponentes han sido hombres. Y, por supuesto, siguiendo al pie de la letra los protocolos intelectuales burgueses, resulta adecuado que una jovencita adorne la ocasión agradeciendo su presencia a los conferenciantes.
Sin pararme a pensar, se lo comento a la persona sentada a mi lado, un profesor de universidad.
Colega: «Ya, ya, ahora que lo dices… Pero está bien, ¿no?».
Yo: «¿Ah, sí?».
Colega: «Claro… y además, ¿qué hay de malo en que los cuatro ponentes sean hombres?».
Yo: «Nada, si no fuera porque le piden precisamente a una chica que les dé las gracias».
Colega: «Hmm, ya te entiendo. Pero, hermana, ¿qué sabéis las mujeres de la violencia?». (Énfasis mío, A.A.A.)
Y me pregunto cómo puedo haber sido tan tiquismiquis al sacar el tema (4).
Dado que hacer cualquier cosa como un hombre implica que lo estás haciendo estupendamente, hay que considerar que no sólo las aptitudes y las habilidades, sino también la especialización, la profesionalidad, la diligencia, la perfección, el talento y el genio son también atributos masculinos.
Y hay que considerar, además, que puesto que estos son exactamente los criterios por los que se miden los logros humanos, si son exclusivamente atributos masculinos, sólo los hombres son seres humanos. Las mujeres no somos humanas.
Lo que me resulta del todo desconcertante es que, habiendo sido reducidas a la categoría de no-personas, nuestros genuinos esfuerzos para demostrar que somos humanas accediendo a campos legítimos de actividad humana hayan pasado tan desapercibidos. De hecho, y lo que es peor, nuestros intentos por sobresalir en estos campos provocan casi inevitablemente un resentimiento callado o explícito (5).
Una mujer que trata de operar en un mundo de hombres provoca ataques de pánico en otras mujeres, y excepto a su propio padre, cabrea al resto de los hombres (6).
Y, por supuesto, cuanto más exclusivo es el campo, mayor es el odio.
Hoy en día, me descubro a mí misma preguntándome de vez en cuando si hubiera tenido el valor de escribir si no hubiera sido porque empecé a escribir cuando era demasiado pequeña como para saber que eso no me convenía. La verdad, me alegro de que la pregunta sea puramente hipotética.
Por ejemplo, en un debate a escala nacional, algunos profesores de otras universidades ghanianas me gritan que yo no estoy cualificada para hablar de temas públicos. Que tendría que dejar la política y todas esas cosas a gente mejor cualificada para manejarlas y concentrarme en lo que mejor hago normalmente, que es escribir obras de teatro y cuentos cortos (7).
En todo caso, mi calvario como mujer escritora es mucho más duro y doloroso que cualquier cosa de las que tengo que soportar en el ámbito universitario. Es una condición tan delicada que casi no se puede ni nombrar. Es como una herida interna y, por lo mismo, inmensamente peligrosa, y provoca una hemorragia emocional constante.
Te sientes fatal por ver las cosas como las ves, y mucho peor si intentas hablar de ello.
Porque este resentimiento no es como para hacer bromas. Por supuesto que la gente no es consciente de que sus actitudes y sus expresiones pueden percibirse como hostiles. Y cuando se lo dices, la mera revelación provoca hostilidad.
Y sin embargo tienes que decirlo en voz alta porque tu dolor es real también, y de hecho la herida late más intensamente y sangra con más profusión cuando la ofensa viene de la gente a la que quieres, de los más cercanos, de aquellos a quienes respetas.
Y por eso lo que ha ocurrido con la no recepción de mi último libro me resulta tan difícil de callar (8).
Ilustración (enero de 1980)
Mi jefe de departamento (un buen amigo y un escritor reconocido) y yo estamos hablando sobre la última edición del libro que acaba de salir en Nueva York. Estamos comentando lo cuidada que está la impresión, lo bonita que es la tipografía, y que ha quedado un volumen impecable. Entonces digo que, por desgracia, tengo la impresión de que a mis editores no les importa demasiado si el libro se vende o no.
«Pues qué pena», dice él, «porque en todas las universidades americanas están brotando programas de estudios de mujeres como setas. A ellos les tendría que interesar…».
Yo sangro. Porque aunque la protagonista de la novela es sólo una chica joven, cualquiera que lea el libro se dará cuenta inmediatamente de que sus preocupaciones tienen que ver sólo parcialmente con el feminismo, si acaso. ¿Y qué si es así? ¿No concierne el feminismo a la mitad de los habitantes del planeta?
Ilustración (mediados de 1978)
Un grupo de colegas reunidos una tarde.
Todos son hombres excepto yo. Uno de ellos ha venido de visita desde otro país. Es un escritor conocido. Estamos discutiendo con cierto fervor la situación política y, al mismo tiempo, tratando de escuchar un disco de jazz.
Por una razón u otra, hay unos cinco minutos en los que el resto no están en la habitación o están absortos en la música. El escritor, que está casualmente sentado a mi lado, me susurra cómplicemente al oído:
«He leído tu última novela y me ha gustado mucho». Probablemente murmuro unas palabras de agradecimiento y empiezo a sangrar por dentro.
Estaba en Estados Unidos cuando terminé de escribir ese libro.
Así que le envié el manuscrito acabado a un amigo que es un conocido crítico literario y que edita una revista universitaria respetada en el ámbito de las Humanidades. Cuando volví al campus más tarde ese mismo año, no me dijo ni una palabra sobre el manuscrito. Pero eso no importa.
Lo que sí importa es lo siguiente.
Ilustración (1976)
Un amigo común se ofrece a corregir por mí las pruebas de imprenta. Hace un trabajo excelente, no sólo porque él mismo es un autor célebre, sino también porque es un tipo meticuloso. Más tarde, alguien le pregunta qué opina sobre el contenido. El autor responde que el libro es lo que un diseñador de aviones lograría hacer si le pidieran que diseñara un coche. Cuando insisto en pedirle su opinión sobre el libro, me acusa de hipócrita, me lanza otros cuantos insultos y no me ha vuelto a hablar desde entonces.
Y todo esto ocurre en casa de mi amigo crítico y escritor, que entretanto no se entromete. De vez en cuando, desde entonces, farfulla a veces algo sobre Aguafiestas y el feminismo. Pero sólo de pasada.
Estoy convencida de que si Aguafiestas o algo similar lo hubiera escrito un hombre, como decimos por aquí, nadie hubiera cerrado un ojo en este último par de años (por culpa del ruido que se hubiera montado al respecto).
Si Aguafiestas ha recibido reconocimiento en otros sitios, es gratificante. Pero no hay remedio para el dolor que me produce el que en mi propia casa haya sido por completo ignorada.
Porque seguramente mis hermanos y colegas saben de sobra que lo único importante es la recepción crítica de un libro, no necesariamente que reciba beneplácitos. Cuando un crítico se niega a hablar de tu obra, es un acto de violencia. Te está deseando la muerte en tanto que persona creativa.Y cuando alguien a quien consideras un amigo deja de hablarte por un libro que has escrito, entonces es que quiere volverte loca especulando. Porque ¿está celoso porque le hubiera gustado escribir ese libro a él?
No pretendía que esto fuera un catálogo de los agravios sufridos y amargamente almacenados durante años. Nada me había preparado para ello, y hasta que me senté a escribir este ensayo no fui consciente de que, llegado el caso, encontraría tantas evidencias para demostrar un argumento.
Una reflexión de estas características corre el riesgo de ser tachada de mezquina. Pero mezquina o no, es también legítima. Los antiguos decían que si te muestras indiferente cuando se está repartiendo la carne, terminas quedándote con los huesos… No importa si los an- zuelos con los que te distraen vienen cubiertos de azúcar y bañados en miel.
Es incómodo. Este sentimiento nuevo de estar bajo la presión de tener que hablar de una misma… (9) Pero ahí está, como resultado de la curiosidad de otras personas. De saber cuán friki eres, y de tu necesidad de proclamar tu propia existencia… o tu derecho a existir. A ser. Pero antes de que alguien empiece a pensar que semejante ser está haciendo una montaña de un grano de arena,
1) ¿está enfadado porque te has atrevido a escribir ese libro? o
2) ¿le avergüenza que hayas escrito semejante li- bro? o me gustaría citar a Gloria Wade-Gayles, una escritora afroamericana cuyo poema «A veces sólo como muje- res» se ha convertido para mí en la expresión definitiva del dolor, de las frustraciones y casi la desesperación que es exclusiva de las mujeres escritoras africanas o negras.
atravesando pechos cojos por los tirones de bocas hambrientas que sólo nosotras podemos saciar
nosotras somos
frágiles figurines
cuyas neurosis vienen y van
con el tirón de la luna
sólidos hombros negros
somos monumentos que se niegan a desmoronarse robles profundamente arraigados
en los que las generaciones
crecen y medran como ramas pobladas
somos las fuertes
las que hemos cargado con el peso de la tribu
y sin embargo,
como mujeres,
sólo hemos conocido las cosechas más pobres cantamos canciones potentes
y el mundo entona una dulce nana
escribimos poemas complejos
y el mundo nos ofrece un aplauso mudo
por una rima sonora…
Sabemos cuánto pesan los plomos
que ribetean nuestros sueños
y sin embargo
a veces, sólo como mujeres,
respiramos en espacios confinados
y seguimos encerradas detrás de muros demasiado duros para grabar en ellos los mensajes de nuestras almas.
Ahora somos reinas de ébano
que nos celebramos con
diademas de belleza natural
y sentimos el bamboleo de grandes pendientes de oro junto a nuestra tersura de piel firme
y avanzamos con paso majestuoso cantando la melodía
de una lucha clara que sabe nombrarnos.
Pero,
como mujeres,
estamos marcadas más allá del ornamento porque hemos visto cómo líneas blancas
nos recorren de norte a sur y de este a oeste cuarteando nuestra piel
como terremotos que han dejado de latir
y hemos sentido la presión de estacas implacables
Algunas veces, sólo como mujeres, lloramos
nos enseñan a susurrar
cuando queremos gritar
a asentir
cuando deseamos con técnica bailar bonito
(de puntillas)
cuando querríamos levantar círculos de polvo antes de atacar.
Según Femi Oyo-Ade, «la literatura africana es un arte machista creado por hombres y destinado a ellos. El es- critor hombre, como el animal social hombre, tiene más suerte que las hembras. Su presencia se da por supues- ta. El editor le reclama. Al revés que a las mujeres, cuyo silencio se da por supuesto».(10) Oyo-Ade es un hombre. Un profesor de universidad. Y tengo la sensación de que nos está incomodando con su claridad, y especialmente con su honestidad.
Pero puedo asegurarle que el verdadero horror no es la sensación de desarraigo. De exclusión. De no pintar nada. Para eso te prepara el crecer como mujer. Como escritora, aprendes rápido que ningún crítico recuerda de forma automática que tú estás ahí. Si apareces, es como una nota al pie. Tu nombre es un eco de una discusión que ha tenido lugar en otra parte. En algún tiempo olvidado.
A veces, experimentas una cierta popularidad. Pero llena de un frío consuelo. Cuando te das cuenta de que tu lector medio, estudiante o incluso crítico consolidado, lo que espera de ti como mujer escritora es que les ofrezcas más héroes y anti-héroes masculinos, como Okonkwo, Baako Onipa, el Hombre, el Niño, el Anciano… Jero.
¿Cómo es que tú escribes sobre mujeres, queriendo decir, cómo es que tus protagonistas principales son mujeres?
No obstante, ellos saben bien que en el lugar de donde vienen tus historias hay hombres. Están vivos. Pero no ocupan el centro de la escena.
Por supuesto que hay mujeres en los lugares de donde surgen las historias de Achebe. Pero tampoco ellas ocupan el centro de la escena, son mujeres que se ajustan perfectamente a la tradición, están ahí para que los héroes las maltraten, las desprecien y las aterroricen. Okonkwo está fuera de sí ante la cercanía de una fiesta local. Así que naturalmente carga contra su esposa y le da «una buena paliza», mientras sus otras esposas gi- motean a su alrededor: «Ya está bien, Okonkwo, ya está bien».(11) Muy tradicional. Muy realista. Las mujeres pueblan el mundo de Soyinka. Torpes mujeres, mujeres pérfidas cuyas únicas reglas son servir a los hombres.
Sadiku danzando patéticamente ante la pérdida ficticia de la hombría de su macho después de toda una vida de esclavitud;(12)
Amope, cuya vitalidad sólo se emplea en demostrar que el gran Jero es un fraude;(13)
Y Sidi. Nuestra encantadora y trágica Sidi. Un rayo de sol creado para existir entre el infierno y el caos. ¿Se piensa Sidi que es demasiado lista para un payaso como Lakunle? Bueno, nena, es que no hay otros imbéciles cerca, pero el maltratador feudal al que llaman Baroka…(14)
Y esperas estallar de rabia, de rabia.
¿Y quién dijo que fuera Soyinka el único hombre que crea grandes personajes femeninos para ponerlos al servicio de los hombres, o para frustrarlos?
Armah también es en eso un experto. Oyo es un quejica, irracional, claramente irracional. Su madre es una bruja vieja y ambiciosa, y Estela la perfecta puta indolente y perfumada (15). Pero lo que te vuelve loca del todo es el destino de Araba Jesiwa.
Ella es un ser humano maravilloso. Introspectiva, filosófica, articulada. Pero todo eso fue en el pasado. Algo de lo que nos enteramos a través de flash-backs, a medida que se desarrolla la trama principal. Armah se esfuerza en quitarla de la circulación. «… Supina …sus miembros daban impresión de pesadez. Cada una de sus manos estaba cubierta por una escayola inmensa, envuelta a su vez por una tela gruesa. También estaban escayola- das las piernas, sólo que las escayolas eran todavía más pesadas (16). ¿Absurdo, verdad? Quizás estemos siendo injustas. Pero algunas sospechamos que embalarla de esta forma fue lo único que se le ocurrió al autor para asegurarse completamente de que no iba a robarle la luz de los focos a Densu, el buenazo de su protagonista. Así que Jesiwa yace hasta el final de la historia, cuando se la libera y aparece, como un auténtico deus ex machina, para liberar a nuestro héroe.
¿Y todavía protestan porque una mujer escritora quiera crear personajes femeninos cuyas vidas son válidas, por muy trágicas que resulten, en sus propios términos? Las mujeres no deben ser protagonistas.
¿Y de quién quieren que escriba? ¿De los hombres? ¿Pero por qué? ¿Acaso les preguntáis a los escritores por qué escriben sobre hombres? Debiera ser natural que un hombre explore, lamente o celebre al macho humano. Él es un hombre. En su propia imagen frente al espejo encuentra cada mañana a un hombre. Más a menudo de lo que encuentra a mujeres. Y lo mismo debiera servir para las mujeres escritoras.
Llevo muchos años sufriendo un eterno shock. Al enfrentarme a la idea de que la gente –incluidos algunos destacados académicos– me considera feminista por el mero hecho de que escribo sobre mujeres. O, más bien, debo insistir, porque generalmente mis protagonistas son mujeres.
No voy a protestar si me llamas feminista. Pero no soy feminista por el hecho de escribir sobre mujeres. ¿O es que son los hombres machistas sólo por escribir sobre hombres? ¿Acaso es un escritor un nacionalista africano por el mero hecho de escribir sobre africanos? ¿O es un revolucionario sólo por escribir acerca de la pobre humanidad oprimida? Obviamente, no.
Nos vemos obligadas, una y otra vez, a insistir en lo evidente. Y eso es muy triste.
A menos que, según me temo, las mujeres no estén consideradas como sujetos adecuados para la tragedia o la exaltación.
De hecho, algunos escritores así lo han pensado, y se han arriesgado, en ocasiones propicias, a expresarlo en voz alta.
Dice John Donne, el gran poeta metafísico inglés:
Se sabe que tenemos poco de ellas [las mujeres] tanto en nuestra alma como en nuestro desarrollo… (17)
Y en todo caso, nadie que escriba, hombre o mujer, es
feminista sólo por escribir sobre mujeres.
A menos que una escritora o un escritor invierta su
energía, de forma activa, para poner de manifiesto la tragedia sexista que es la historia de las mujeres; para celebrar sus capacidades físicas e intelectuales, y, sobre todo, para desarrollar una visión revolucionaria del papel de las mujeres en el futuro, como soñadoras, como pensadoras y como hacedoras, no puede ser descrita o descrito como feminista.
Entre tanto, las mujeres somos la mitad de la huma-nidad. También nuestras vidas son canciones sencillas que se pueden cantar simplemente e historias ordina- rias que se pueden contar sin florituras.
La vida para la mujer africana escritora no es, sin lu- gar a dudas, una «escalera de cristal». Es una condición nerviosa muy peculiar. Pero también compartimos to- dos, o casi todos, los problemas de los escritores varones africanos.
Tenemos que lidiar con vidas personales caóticas que nos consumen la energía y nos dejan sin el imprescindi- ble tiempo para crear.
También somos parte de una minoría cultivada que maneja la lengua del poder. Y por tanto se espera de no- sotras y nos exigimos a nosotras mismas pronunciarnos incluso sobre asuntos sobre los que preferiríamos no te- ner que opinar. Esperamos actuar con poderío.
Están los flirteos inevitables con la política burguesa, o para algunos la imposibilidad de esquivar las posicio- nes de liderazgo en las luchas revolucionarias: Amílcar Cabral, Dennis Brutus, Flora Nwapa, Kofi Awoonor. Y a veces perdemos algo más que el tiempo para escribir: Christopher Okigbo, Deolinda Rodrigues Francisco de Almeida… Hemos entrado en la década de los ochenta con abrumación todavía por las versiones extranjeras del principal instrumento de nuestro trabajo. La lengua. Y para eso no parece haber ninguna solución a la vista en el futuro inmediato. A menos que, como los campesinos y campesinas de Fontamara, de Ignazio Silone, decidamos aceptar que, ya que hay que hablar, cualquier lengua vale.
Y además de todo esto, están los horribles dilemas a la hora de publicar. Ahora mismo, si eres ghaniana, por una parte, no tienes editoriales locales. Y, por otra par- te, en respuesta al colapso general de la economía de tu país, las editoriales extranjeras te miran como a una pa- riente pobre en el mundo literario…
La lista de los problemas es interminable. Y las mujeres no nos perdemos ni uno. Tenemos idéntico sentido de la responsabilidad y sentimos la misma frustración.
Lo que está claro, en cualquier caso, es que ahora mismo, y sobre todo lo demás que compartimos con nuestros hermanos, sufrimos también, sí, las implicaciones de ser un sector oprimido de la sociedad. Si no siempre, por lo menos, a veces, sólo como mujeres.
Calabar, 19 de marzo de 1981.
***
1 En ciertos momentos considerados tradicionalmente como hitos en el ciclo vital de una mujer, a ésta se la veía como literalmente into- cable. El ámbito y la frecuencia de estas restricciones dependía de factores tales como el culto tradicional que la familia profesaba y de la cercanía del domicilio de la mujer a lugares de culto públicos o privados. Estos hitos incluían las primeras menstruaciones y para algunas todo el resto de las reglas; la cuarentena completa en el caso del primogénito y de los sucesivos alumbramientos; un año en caso de viudedad (compárese con un máximo de cuarenta días en el caso de los viudos), o la muerte estando embarazada. En este último caso, el cadáver de la mujer era expuesto a la humillación pública.
2 A mi padre le escuché por primera vez la famosa cita del Dr. Kwegyir Aggrey: «Si educas a una mujer, educas a una nación».
3 Sin duda necesitamos una versión africana de las bluestockings (asociación informal de mujeres británicas formada en el siglo XVIII que defendía la educación para las mujeres. N. de la t.).
4 Obviamente, mi colega nunca había oído hablar de los batallones de mujeres en los ejércitos de los reyes de Dahomey; de la anglo- sajona Boudica; de las guerreras Ashantiwas de los Ashantis; de la francesa Juana de Arco; de Rosa Luxemburgo o de Fanny Lou Hamer; de Deolinda Rodriques Francisco de Almeida. Pero si este colega nunca me había parecido una persona especialmente amable, este comentario por sí solo me hubiera desvelado automáticamente que era un maltratador secreto.
5 La existencia y la creciente popularidad de una revista como Ms demuestra que, incluso en las sociedades más tecnológicamente avanzadas, las mujeres no lo han tenido nada fácil.
6 Salvo por algunos individuos excepcionales, cualquier hombre cercano a una mujer triunfadora revela celos en un momento u otro. Un ejemplo especialmente triste y notorio fue la muy vulgar ridiculización de Shirley Chisholm por parte de los hombres afroamericanos cuando en 1972 intentó optar a la presidencia de los Estados Unidos.
7 Véase el «Manifiesto de la LSNA a nuestros detractores», The Legon Observer, 14 de julio de 1972. Al releer los escritos más relevantes con respecto a esta controversia, me abruma la vulgaridad y el odio con que se enfrentaron a un mero desafío intelectual.
8 Nuestra Hermana Aguafiestas. O reflexiones desde una neurosis antioccidental.
9 Afrontémoslo: si eres escritora y eres medianamente buena en tu trabajo, entonces las vidas de los personajes que creas tienen que ser muchísimo más interesantes y emocionantes que la tuya propia. Así que, ¿para qué aburrir a los demás con historias sobre ti misma?
10 Femi Oyo-Ade, «Female Writers, Male Critics: Chauvinism, Cynicism… and Commitment». Inédito. Criticism,
11Chinua Achebe. Todo se desmorona.
12 Wole Soyinka, The Lion and the Jewel. 13 Wole Soyinka. Brother Jero.
14 Wole Soyinka, The Lion and the Jewel.
15 Ayi Kwei Armah. The Beautiful Ones are Not Yet Born.
16 Ayi Kwei Armah. The Healers.
17 John Donne, Problem IV: Paradoxes and Problems, 914. 216
OBRAS CITADAS
Achebe, Chinua. Todo se desmorona. Barcelona: DeBolsillo, 2010. Aidoo, Ama Ata. Nuestra Hermana Aguafiestas. O Reflexiones
desde una neurosis antioccidental. Oviedo: Cambalache, 2018.
— «Ghana: To Be a Woman», en Creative Women in Changing Societies. Actas del congreso UNITAR. Oslo, Noruega: 9-13 de julio de 1980.
Armah, Ayi Kwei. The Beautiful Ones Are Not Yet Born. Ports- mouth New Hampshire: Heinemann, 1968.
— The Healers. Londres: Heinemann, 1979.
Bell, Roseann P.; Parker, Bettye J. y Guy-Sheftall, Beverly (eds.)
Sturdy Black Bridges. Nueva York: Anchor Press, 1979.
Donne, John. Problem. IV: Paradoxes and Problems. Nueva York:
Norton, 1968.
Oyo-Ade, Femi. «Female Writers, Male Critics: Criticism, Chau- vinism, Cynicism… and Commitment». Inédito.
Soyinka, Wole. The Lion and the Jewel. Londres/Nueva York: Oxford University Press, 1973.
Calabar, 19 de marzo de 1981.
— Brother Jero. Londres: Eyre Methuen, 1984.
***
Épilogo de la edición de Cambalache de Nuestra Hermana Aguafiestas (O reflexiones desde una neurosis antioccidental) de Ama Ata Aido.
Traducido por Marta Sofía López
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